Tras
las escuelas de Freud y Adler, cuya visión antropológica reduce el hombre a
biología y a sociedad respectivamente, la logoterapia de Frankl constituye la
tercera escuela vienesa de psicoterapia, abriéndose a una dimensión que las dos
anteriores menospreciaban y negaban como ilusoria: la dimensión espiritual. Freud
redujo al hombre a una simple máquina biológica y sensible, que funciona como
un juguete de los impulsos libidinales, meras reacciones químicas, y todo lo
que no fuera de esta naturaleza, era negado como una ilusión fantasmagórica. Adler
advirtió que el hombre no sólo era biología, sino que también era cultura: el hombre es
un ser social. Por tanto, no tiene únicamente pasiones biológicas, sino también
sociales. De este modo, con su visión negativa de la humanidad, defendió
que lo propio del hombre era su voluntad de poder: es el poder lo que lleva al
hombre a actuar como actúa, aunque disfrace su ansia de poder con la máscara de
la bondad. Y todo lo que no formase parte de la biología o la sociedad, era
negado. Finalmente, Frankl, asumiendo las dimensiones corporal y social del
hombre, abrió su mente hacia una nueva dimensión, hasta ahora denostada por buena
parte de la ciencia y la filosofía. Critica a las dos anteriores escuelas por
su reduccionismo y su parcialidad: “A mí me da la impresión de que el
desenmascaramiento que pone en práctica, ya de antemano, el reduccionismo, con
su frase estereotípica del ‘nada más que’, proporciona a muchas gentes un
declarado placer masoquista.”
Desde
la logoterapia no se ve al hombre como un juguete de la libido sexual ni como un
ser movido por su irracional ansia de poder, sino como un ser en busca de
sentido. En otras palabras, lo propio del hombre no es la voluntad de placer ni
la voluntad de poder, sino la voluntad de sentido. El hombre tiene necesidad de
dar un sentido a su existencia, más allá de satisfacer impulsos biológicos o de
atraer para sí el poder de una sociedad. Freud ‘desenmascara’ al hombre mediante
el descubrimiento y el estudio del inconsciente. Frankl no rechaza la
importancia del inconsciente freudiano, la libido que está detrás de muchas de
las manifestaciones de las actividades psíquicas de los hombres. No obstante,
no se queda ahí, sino que defiende la existencia de otro inconsciente que,
argumenta, ha sido olvidado por los psiquiatras, lo cual ha propiciado la
incapacidad de éstos para hacer frente a la generalizada neurosis por falta de
sentido, tan presente en el siglo XX (y ya en el XXI). Se trata del
inconsciente espiritual. Lo más propio del hombre está en su dimensión
espiritual (Frankl usa el término griego νοῦς), y ésta no es nada ilusorio e irreal, sino
perfectamente real. Y, además, natural, porque el hombre es espiritual por
naturaleza.
Que el hombre sea espiritual por
naturaleza no ha sido algo extraño a lo largo de la historia. De hecho, la
propia formulación de los derechos humanos hunde sus raíces en esta concepción:
aún se habla de derecho natural. Desde la Ilustración, no obstante, los
filósofos fueron distinguiendo cada vez más la naturaleza de la libertad, hasta
llegar al extremo de que una se contrapuso a la otra. En el ámbito cognoscitivo
se distinguió entre lo que se podía conocer mediante el método científico, a lo
que se llamó naturaleza, y lo que quedaba más allá de nuestro conocimiento
científico, a lo que se llamó reino de la libertad (Kant). Esta concepción
puramente gnoseológica se extendió a otros ámbitos de la vida humana,
provocando una escisión entre naturaleza y espíritu. Así se pusieron las bases
del positivismo cientificista, del que beben Freud y Adler, que, proclamando
que no hay nada fuera de la naturaleza, descartaron la dimensión espiritual del
hombre y la tacharon de ilusoria, de elucubraciones mágicas. Frankl amplía el
concepto de naturaleza, incluyendo en ella la dimensión espiritual: el hombre
es naturalmente espiritual, es naturalmente libre. Esta visión no es nueva de
Frankl, pues las antropologías medievales y, en la Ilustración, de los
escolásticos españoles, entre otras muchas corrientes, concebían al hombre como
ser naturalmente libre. Esta dimensión espiritual, incluida en la naturaleza
humana, es la fundamental: es en ella donde el hombre puede integrarse a sí
mismo en una unidad y puede, por tanto, realizarse plenamente y encontrar la
verdadera alegría.
Tal vez lo más interesante de la logoterapia
es que, para tener sentido ella misma, necesita afirmar la realidad ontológica
de la dimensión espiritual del hombre, no como algo que haya que tomar en
cuenta como si fuera cierto, como parte del lenguaje popular, sino como algo realmente cierto. No como un
constructo social, sino como una sustancia natural que está ya ahí. Y la búsqueda del sentido tiene
lugar en esta dimensión, porque el sentido (λόγος) mora en el espíritu. No está nunca de más recalcar que no se trata de que
debamos actuar como si el sentido existiera, sino que debemos entender que el
sentido existe, y no como una invención, sino como algo que tenemos que
descubrir en nuestro espíritu. Porque, según dice Frankl, “el sentido no puede
darse, sino que debe descubrirse”, “el sentido debe descubrirse, pero no
inventarse”, “el sentido no sólo debe, sino que también puede encontrarse”. Y de
estas tres sentencias que él nos proporciona como características formales del
sentido, se deduce la principal característica formal del sentido, fundiéndose
las tres en una sola: el
sentido existe.
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