domingo, 20 de septiembre de 2015

El sufrimiento de los niños






Hace unas semanas hubo una imagen que recorrió todas las redes sociales y todos los telediarios. Hasta quien no suele ver la televisión ni se maneja en la red ha tenido que ver esa triste estampa: la de un pequeño sirio de tres años, llamado Aylan, ahogado en la orilla de una playa turca. Según la dureza de nuestro corazón, sentiremos más o menos empatía con los hombres y mujeres que desde África cruzan el Mediterráneo para llegar a Europa, o los hombres y mujeres sirios que huyen del horror de la guerra y encuentran, la mayoría de las veces, las puertas cerradas. Nuestra compasión se enciende al ver fotografías y videos de la realidad tan cruda que viven. Sin embargo, ninguna otra imagen ha tenido la repercusión de la del pequeño Aylan, tumbado boca abajo con sus zapatitos en la orilla. Y es que, cuando los que sufren son los niños, hay algo más que mera compasión. 

La pregunta que nos viene a la mente es: ¿por qué tienen que sufrir los niños? Los mayores son culpables de algo, o en alguna medida, aunque no los conozcamos. Nuestra compasión nos lleva a querer ayudarlos o, si no podemos hacer nada desde nuestra lejana posición, nos despierta en nosotros incluso la culpabilidad. Sin embargo, ¿qué hay menos culpable que un niño de tres años? El sufrimiento y la muerte de un niño tan pequeño es la mayor de las atrocidades. ¿Adónde es capaz de llegar la maldad de los hombres para que sucedan estos escándalos? Cuando vemos que eso pasa, sentimos que la existencia es absurda. No hay sentido, pues hasta los niños de tres años mueren víctima de las atrocidades de los hombres.

Moltmann, un teólogo luterano muy anciano, publicó en 2014 un artículo que pretendía dar respuesta a una de las preguntas más importantes para un cristiano: “¿Qué significa para Dios la pasión de Cristo?” Moltmann, preguntándose por el sufrimiento de Dios, comienza hablando primero del sufrimiento de los hombres, de los horrores que le ha tocado ver en su juventud por las malas artes del nacionalsocialismo. “¿Cómo podemos hablar de Dios después de Auschwitz?”, se cuestiona, y aborda una de las situaciones más absurdas y sufrientes de que ha tenido noticia: la ejecución de un niño por ahorcamiento. No está de más exponer la descripción que del hecho hace E. Wiesel: Tres víctimas encadenadas, y una de ellas, el pequeño servidor, el ángel de los ojos tristes. Todos los ojos estaban fijos en el niño. Él estaba lívido, casi calmo, mordiéndose los labios. La horca arrojaba su sombra sobre él… Los tres cuellos fueron colocados al mismo tiempo en los lazos corredizos. ‘Larga vida a la libertad’ gritaron los adultos, pero el niño estaba silencioso. ‘¿Dónde está Dios? ¿Dónde está él?’, preguntó alguien detrás de mí. A un signo del jefe del campo, las tres sillas se cayeron. Los dos adultos no vivieron mucho tiempo. Pero la tercera cuerda se movía todavía, siendo tan liviano, el niño estaba vivo todavía… Detrás de mi oí al mismo hombre que preguntaba: ‘¿Dónde está Dios ahora?’ Y yo oí una voz en mi interior que le respondía: ‘¿Dónde está Él? Ahí está: Él está colgado aquí, en esa horca’. Esa noche la sopa tenía gusto a cadáveres

Aparte de la crudeza de la narración, podemos maravillarnos por la respuesta que da Wiesel: Dios está con el niño colgado. Es más: Dios es el niño colgado. Está con él, sufre con él, muere con él. Moltmann entiende que sólo así tiene sentido creer en Dios después de Auschwitz, identificando a Dios con los perseguidos y haciéndolo partícipe de sus sufrimientos. Pero lo que me interesa de esta crónica es la mayor compasión que mueve el sufrimiento de un niño, que era el centro de atención, a pesar de que a su lado morían dos adultos que, con valentía, gritaron a favor de la libertad. Pero estas dos injusticias fueron ensombrecidas por la injusticia más grande que se puede ver: la ejecución de un niño. Y es con el niño con el que Wiesel identifica a Dios. 

Dostoievski mostró en su obra literaria una debilidad mucho mayor por los niños que por los adultos. Al ruso le atormentaba el sufrimiento de los niños, a entender que éstos nunca podían ser justos, porque los niños son inocentes. Podríamos decir: puedo entender incluso que sufra Job –la figura bíblica-, pero nunca que sufra uno solo de estos pequeños. ¿Cuál es el secreto que encierra el ser de los niños? ¿Por qué nos mueve su sufrimiento a una compasión más ardiente que cualquier otro sufrimiento? Veamos algunos pasajes en los que Dostoievski habla de los niños y del absurdo de su sufrimiento. En primer lugar, no me puede sino venir a la mente la figurita de Aylan cuando Aliosha, el protagonista de Los hermanos Karamázov, decía que amaba sobre todo a los niños de tres años, pero también le gustaban mucho los de diez y once años. Y es muy probable que Dostoievski pusiera en boca de Aliosha su mismo sentir. El escritor ruso pone a los niños como ejemplos frente a los adultos, y los describe con mucha ternura: “Se alegran cuando sale el sol, no sienten la miseria, son como pajaritos, sus vocecitas suenan como las campanitas”. Y señala R. Lauth sobre la importancia de los niños en la obra del ruso: “En ellos no hay nada moral ni estéticamente repugnante. Incluso a los niños que en su aspecto externo sean feos, suponiendo que los haya, y sucios, se les puede amar enseguida. La causa de este fenómeno es que, en su alma, los niños son aún inocentes. En ellos amamos la inocencia, la falta de pecado y la pureza. Sus corazones están llenos de amor inocente. Por tanto, son hasta cierto punto imágenes inconscientes de Cristo, de una manera más inmediata que los adultos, en los que la semejanza está deformada.” Por tanto, la compasión que nos mueve por los niños es tan fuerte no sólo por un sentimiento innato de protección biológica de la especie, sino por una razón moral y metafísica: los niños son el reflejo más fiel de Dios y de su Reino, y por eso entendemos en nuestro corazón que el dolor de estos inocentes clama contra el cielo.

domingo, 23 de agosto de 2015

El sufrimiento, la compasión y la culpa






“Aquellos que no conocen el sufrimiento, o que sólo de modo superficial se ponen en la situación del ser sufriente, tampoco pueden vivir en la realidad, sino sólo en un mundo ficticio.” (Lauth, R., p. 378). Lauth reflexiona con Dostoievski acerca del sentido del sufrimiento, tema sobre el que hemos reflexionado también en El sentido en el sufrimiento. En la reflexión de Lauth-Dostoievski se pone de manifiesto la importancia de las lágrimas para el conocimiento verdadero de la realidad. Éstas lavan y purifican la mirada, hacen caer las escamas de los ojos para que ya no vean la realidad según los ojos del mundo, sino mediante la luz de la fe. Esta luz hace que veamos la realidad transfigurada, tal como Jesús se apareció a sus apóstoles más cercanos en el Monte Tabor. De ahí también que el Papa Francisco haya pronunciado unas palabras muy sabias acerca del sufrimiento: “En ocasiones, los anteojos para ver a Jesús son las lágrimas.” No obstante, lo que hoy clama mi atención sobre la reflexión de Lauth-Dostoievski es lo que refleja el pasaje arriba citado, es decir, las diferentes posturas frente al sufrimiento. O dicho con más precisión: la distinción entre la vivencia profunda de un hondo sufrimiento y la vivencia ficticia de tal sufrimiento por medio de la compasión. 

En el último siglo tenemos muchos ejemplos de sufrimientos extremos: grandes guerras, genocidios, bombas atómicas… Muchos son los ejemplos. Muchos lo vivieron y murieron, pero muchos también lo vivieron y sobrevivieron. Y hay otros muchos que sólo fueron sus contemporáneos, que lo presenciaron desde fuera y se sintieron horrorizados ante tanta barbarie. Lo interesante aquí es que, si nos detenemos en la observación de ambos, las respuestas ante tanto sufrimiento son distintas en función de haberlo sufrido en sí mismo o de haberlo presenciado desde fuera. Pensemos primero en aquellos a los que se refiere la cita que encabeza la entrada, los “compasivos”, los que, debido a su delicada inquietud, no vivieron estas tragedias por pasión, sino por compasión. Los hay que pensaron sobre el sentido del sufrimiento y esbozaron teorías propias. Adorno, Camus y Sartre son ejemplos de ello, además de una inmensa cantidad de pensadores postmodernos. Lo principal de sus teorías es un pesimismo respecto al sentido de tal sufrimiento. Según muchos autores que no estuvieron en un campo de concentración nazi pero que lo observaron con horror, el sufrimiento infligido sobre la población aniquilada no tenía sentido, no debía tener sentido. El sufrimiento no tiene sentido, y con ello también podemos llegar a la conclusión de que toda la existencia carece realmente de sentido. Ante la imposibilidad de reconocer un sentido en una barbarie de tal calibre, los pensadores del último siglo terminan negando el sentido de la existencia. 

Pero, si bien los que han observado el horror desde fuera no han podido dar crédito a tanto sufrimiento y han negado su sentido, muchos los que vivieron en sus carnes estas atrocidades sorprenden al afirmar el sentido de sus sufrimientos. Frankl estuvo tres años en el campo de exterminio de Auschwitz, dependiendo su vida de continuas selecciones y perdiéndolo todo: su familia, sus trabajos, su dignidad. Fiel a su disciplina de psiquiatra, Frankl se dedicó a observar la conducta de sus compañeros en el campo de exterminio y comprendió que había varias fases de adaptación al nuevo medio. Vio que al principio había un sufrimiento que poco a poco se convertía en apatía, una amarga sensación de que nada de lo que le rodea tiene sentido, y por tanto concibe la existencia como algo absurdo. No obstante, poco a poco volvieron a interesarse por la estética –un atardecer bello en el campo de exterminio-, la religión –realizaban reuniones religiosas de manera clandestina- y la política. Así, aunque no tenían satisfechas las necesidades “primarias” –una sopa fría al día y ropa insuficiente para mantener el calor corporal-, lo cierto es que dieron rienda suelta a sus espíritus. Si en estas reuniones de carácter religioso había lamentaciones como las de Job o Jeremías, lo cierto es que seguían manteniendo la fe en el sentido de la vida. Frankl, tras resistir y superar los tres años en Auschwitz, se convirtió en uno de los filósofos más destacados a la hora de afirmar el sentido último de la existencia. Edith Stein murió en las cámaras de gas de dicho campo de exterminio, pero durante esta agonía no cesó de infundir en sus prójimos la alegría de la esperanza. Igual Kolbe, que dio su vida por un prójimo en las cámaras de gas, mostrando así que, incluso en una situación tan aparentemente absurda, toda vida humana tiene sentido. Paradójico es también el caso de Takashi Nagai, un médico japonés que, poco después de habérsele diagnosticado leucemia, presenció la muerte de su mujer Midori y sus hijos en Nagasaki debido a la bomba nuclear lanzada por EE.UU. En el funeral por las víctimas de la bomba nuclear, Nagai pronunció este discurso: “Es evidente que existe una profunda relación entre la destrucción de esta ciudad cristiana y el fin de la guerra. Nagasaki era sin duda la víctima elegida, el cordero sin mancha, holocausto ofrecido sobre el altar del sacrificio, aniquilado por los pecados de todas las naciones durante la Segunda Guerra Mundial... ¡Debemos agradecer que Nagasaki haya sido elegida para ese holocausto! Debemos agradecerlo, porque a través de ese sacrificio ha llegado la paz al mundo, así como la libertad religiosa al Japón".

A los que no hemos vivido las experiencias de Frankl, Stein, Kolbe y Nagai, sino que la hemos contemplado horrorizados desde el exterior, este discurso de Nagai nos sorprende incluso negativamente. Nagai encuentra el sentido en la destrucción de Nagasaki… ¿acaso esta tragedia tiene justificación? Lo paradójico es que los que hemos vivido estas desgracias desde el exterior no podemos dar crédito a lo sucedido, mientras que las víctimas que han sobrevivido suelen alabar discursos como estos. El hombre que sufre la desgracia no por pasión, sino por compasión, puede llegar a entender que los que realmente la padecieron necesiten un cierto consuelo para no tener que aceptar la dureza de la realidad absurda de su sufrimiento. Eso estaría reflejado en el discurso de Nagai y en la defensa a ultranza que Frankl hace de la existencia real de un sentido para la vida. Sin embargo, el que no padece, sino que se compadece, no puede aceptar que lo ocurrido tenga un sentido. No puede asumir el discurso de Nagai. O más bien, no debe hacerlo. ¿Cuál es el origen de esta negativa? Los hombres que compadecen no han pasado por las fases de los que padecen, según las expone Frankl, sino que se quedan en el primer estadio de sensación de absurdo o en el segundo estadio de la apatía, y en consecuencia niegan el sentido. Y toda afirmación les parecerá una justificación de una destrucción injustificable. Pero lo que realmente les frena a la hora de aceptar el discurso de Nagai es la culpa, la culpa por haber contemplado el horror… y no haberlo padecido. 


Lauht, R., "He visto la verdad". La filosofía de Dostoievski en una exposición sistemática, Thémata, Sevilla, 2014.  

domingo, 31 de mayo de 2015

Sentido de sentidos y sentidos sin Sentido





No. Aunque parezca un trabalenguas cuyo sentido es aparentemente el ser un mero trabalenguas, no es así. Tiene un sentido mayor, y muchos sentidos menores. Me explico: son dos formas de vivir, una con un Sentido con mayúsculas que da sentido a los sentidos y otra con muchos sentidos desorientados, sin luz que los guíe. 

Reinhard Lauth escribe que Dostoievski desarrolló una teoría de la voluntad sorprendentemente original, diferente a las de Freud, Nietzsche o Schopenhauer. Si conociera la filosofía de Máximo el Confesor, no le resultaría tan sorprendente, pues la “voluntad de vivir” del escritor ruso coincide en buena medida con lo que el monje medieval llamaba “voluntad natural”. Todo hombre, por el hecho de ser humano, tiende hacia la plenitud de todas sus capacidades naturales, lo que le reportará la felicidad. En palabras de Máximo, tiende al cumplimiento del sentido (lógos) de la naturaleza. Y cada persona contiene un sinfín de sentidos (lógoi) que se resumen en el sentido (lógos) de su propia existencia personal. Dostoievski, por su parte, entiende que hay diversos objetivos que uno se pone en la vida y que tienden hacia una realidad que trasciende todos los sentidos. “La auténtica finalidad de la voluntad de vivir no son los objetivos respectivos planteados en cuanto tales, sino el cumplimiento de una gran expectativa de vida”, dice Lauth, subrayando que esa gran expectativa es una y solo una, que contiene en sí misma todos los demás objetivos. Volviendo al comienzo: esta gran expectativa que contiene en sí todos los pequeños objetivos, es el Sentido de sentidos.

La mentalidad actual bebe directamente de la filosofía de Freud, Nietzsche y Schopenhauer, entre otros, que pusieron bajo sospecha precisamente la existencia del Sentido, eso que Dostoievski llama “gran expectativa de vida”. El hombre tiene hambre y sed de una gran expectativa de vida y tienden a su cumplimiento. Se pone objetivos y posterga su felicidad al cumplimiento de tales objetivos, pero una vez lo alcanzan, al cabo se sienten insatisfechos, y si no se ponen otros objetivos puede caer fácilmente en la desgana y la depresión. Les falta el Sentido de sentidos. O dicho de otro modo, tiene muchos sentidos sin sentido. Hoy día muchos hombres sustituyen objetivos personales por la gran expectativa de vida, y le ponen mucho empeño, pero al final quedan insatisfechos, naufragan en el intento de llegar a plenitud y ser felices. De varios tipos pueden ser los naufragios: hay quien posterga su felicidad hasta el cumplimiento del objetivo de tener un Ferrari, otro hasta que obtenga el título de doctor en física cuántica, otro hasta que la revolución instaure en la tierra el Reino de los Cielos… Todos estos objetivos tienen cumplimiento aquí en la tierra… y nunca son satisfactorios. Si un hombre no llega a plenitud tras el cumplimiento del objetivo del que hizo su gran expectativa de vida, es normal que se sienta vacío, cayendo en el nihilismo existencial. O, en palabras de Frankl, en la neurosis por falta de sentido, de ese Sentido de sentidos. 

Nietzsche hablaba de la voluntad de poder. Los hombres se ponen objetivos y, cuando los alcanzan, se ponen otros, y después otros, y siguen buscando desesperadamente saciar su voracidad a través de objetivos que, por lo general, son valorados por la sociedad. Escalan en las grandes empresas hasta afianzarse en sus cúpulas, y una vez allí, tratan de usar su poder para extender su dominio aún más allá. No ven el final, es una voracidad ciega, que se dirige a ninguna parte. Buscan el placer en el sexo, y una vez que no les satisface lo convencional, se lanzan a experimentar cosas nuevas y así continúa hasta caer en la depravación moral y en una morbosidad incluso violenta. Sin embargo, nada de esto termina por satisfacerle. 

El cumplimiento del Sentido que da sentido a los sentidos se sitúa en una dimensión escatológica, es decir, es siempre apocalíptico. Trasciende lo terrenal para ir más allá de esta vida. Por eso el nombre de este blog es “salvados en la esperanza”, porque es la esperanza la que hace presente ese Sentido que se está cumpliendo en cada uno de los pequeños objetivos. Es la esperanza en el cumplimiento de un sentido último, de una gran expectativa de vida, lo que hace que veamos los objetivos vitales tal como son, sin pretensiones de grandeza. Es la esperanza en la plenitud final la que hace que cumplamos objetivos sin quedar insatisfechos. La que nos hace sentir plenos estando aún en marcha hacia la plenitud. La que nos salva de una vida con muchos objetivos sin Sentido, y nos hace ya presente el Sentido de todos los sentidos.

domingo, 24 de mayo de 2015

La ironía de las ruinas





Durante la Ilustración se intentó llegar a la perfección, al conocimiento perfecto, a la sociedad perfecta, al hombre perfecto. Da Vinci, en el preludio de la Ilustración que es el Renacimiento, trazó el hombre de Vitrubio, al que pretendía convertir en el hombre estéticamente perfecto. A la perfección intelectual se llegaba por el conocimiento científico, que experimentó una expansión tal en aquellos tiempos que Descartes, en el siglo XVII, se aventuró a decir que en pocas décadas el hombre llegaría al conocimiento de todas las cosas. Sin embargo, el hombre no era un ser solitario ni meramente cognoscente, sino que tenía también su faceta social. En este ámbito tampoco tardó en llegar la materialización de esa tendencia a la perfección acabada, pues la Edad Moderna es, por definición, la época de las grandes utopías (Moro, Bacon, los escritores franceses…). Por éstas, sobre el “Siglo de las Luces” se cernieron las sombras de las revoluciones, que pretendieron establecer la libertad, la igualdad y la fraternidad al ritmo de las guillotinas. 

Pero este afán de perfección no acabó aquí. Es paradójico que la zarina Catalina la Grande, que durante el siglo XVIII fomentó un estrecho vínculo entre las clases rusas acomodadas y el mundo intelectual francés, luego de la Revolución Francesa cortase tal relación para conectar con el mundo prusiano, justo donde se forjaría la filosofía marxista que acabaría con el zarismo. En efecto, fue la filosofía germana la que recogería el testigo de ese anhelo de perfección, materializándolo a través de la idea constitutiva de sus obras principales: el sistema. El sistema es perfecto, no hay lagunas, todo tiene relación con todo y, por supuesto, no hay espacio para la novedad. Lo ‘perfecto’ es lo que está acabado, lo que está cerrado como el círculo, el emblema matemático de la unidad. Todo lo real podía ser explicado a través del sistema. El filósofo más paradigmático fue Hegel, quien redujo lo real a lo racional, lo que puede ser abarcado por la razón, excluyendo de la realidad cualquier novedad ajena a nuestro control, cualquier diferencia, cualquier multiplicidad que pusiese en entredicho la unitariedad de lo real. Era como un jardín perfectamente cortado, en el que no crecía la mala hierba. Sí, justamente eso: un jardín perfecto, como los jardines de Versalles. Y ese sistema, que hasta entonces sólo había sido escrito en libros, fue propuesto también como modelo de sociedad (Hegel liberal y comunismo marxista), tratando de llevar a la práctica histórica la perfección que se había quedado en la mera teoría. La sociedad debía llegar a la perfección final, a la que antes habían definido teóricamente dando la respuesta ‘final’ de toda la realidad. El pensamiento hegeliano, incluido el marxista, totaliza la explicación de lo real, reduce la realidad a cuanto ha sido definido previamente en el sistema. Todo cuanto sucede está previsto por el sistema, no hay nada nuevo que escape al conocimiento ya acabado de lo real. 

Pero entre el ‘Siglo de las Luces’ y el idealismo alemán del siglo XIX hubo una filosofía algo efímera que criticó esta idea de perfección hecha sistema. Fue el romanticismo alemán, que fue forjado por la amistad de unos cuantos espíritus inquietos en la universidad de Jena y del cual hay que excluir, por supuesto, a Hegel. Ya Fichte, profesor de los jóvenes románticos de Jena, intuyó que esa perfección a la que tendían los ilustrados era imposible, al menos en este mundo. El conocimiento nunca sería perfecto y la sociedad jamás llegaría a la perfección del infinito. Los jóvenes de Jena, Novalis, los hermanos Schlegel, Schleiermacher, Tieck, etc., confeccionaron una filosofía en común en cuyas poéticas ensoñaciones aparecían las ruinas, iconos de la imperfección. Los románticos veían en las ruinas el éxito de la naturaleza sobre lo artificial, la victoria de la transitoriedad de esta existencia sobre los afanes humanos de perfección terrena, el carácter sublime de Dios frente a lo que es tan sólo su imagen. En las ruinas, inspiración pictórica para C. D. Friedrich y lugar ideal de Bécquer para sus leyendas, los románticos veían la verdadera cara de los sistemas, los caducos y vanos monstruos producidos por los sueños de la razón. Veían también el peligro que entrañaban, y se alegraban de ver en las ruinas que los anhelos de control del hombre al final eran tan ilusorios como la eternidad de una construcción terrena, que la novedosa mala hierba se obstina en crecer aunque el jardinero la corte todas las semanas, que, en fin, el hombre no es Dios.

Hoy vivimos en un mundo dominado por las ideologías, sistemas totalizadores de lo real, que tratan de llegar a lo más recóndito de las cosas para someterlas al control de una racionalidad previamente elaborada. No estaría de más recordar estas advertencias de nuestros románticos del pasado, y volver a alegrarnos al ver las ruinas de antiguos edificios emblemáticos que nos revelan que la realidad, por más que pataleemos y cerremos los ojos, jamás podrá ser enjaulada por ninguna ideología.