domingo, 24 de noviembre de 2013

El sentido en el silencio




Dios nos dio la luz del día, pero también la noche; nos dio el intelecto, pero también el corazón; no sólo nos dio la capacidad de hablar, sino también el silencio; nos dio el juicio, pero también la escucha; nos dio la razón, pero también la fe. 

Cuando todo en la vida es exitoso, cuando todo aparentemente tiene sentido, porque nuestra mente es capaz de dar sentido a lo que pasa, la pregunta por el sentido es algo tan obvio que no sale a la superficie. En cambio, cuando sucede el fracaso, o cuando de repente pasa algo que no esperábamos, que nos duele y que, además, no podemos evitar, nuestra mente se ve incapaz de darle sentido, sentimos la situación desgarradora de la persona que no tiene a qué agarrarse. Nuestra mente calla, aturdida, porque se ve incapaz de dar sentido. 

Si todo va bien, vivimos despreocupados en la superficie, en los sentidos que otorga nuestra mente a lo que pasa. En cambio, en una situación de sufrimiento inevitable, preguntamos por su sentido a nuestro entendimiento, pero éste se ve incapaz de respondernos. Es entonces cuando se nos abren dos posibles caminos: o nos sumimos en la desesperanza, en la incapacidad de nuestra mente para dar sentido a lo que pasa, o nos abrimos a la trascendencia. Esta apertura a la trascendencia consiste en comprender que hay situaciones cuyo sentido no es otorgado por nuestro entendimiento ni así debe serlo, sino que procede de algo que nos trasciende. Ese sentido espera ser descubierto, porque está ya ahí. No somos nosotros los que lo damos, sino los que lo descubrimos. 

El sentido del sufrimiento inevitable, que aparentemente no tiene sentido, es el sentido mismo. Ante una situación así, la mente calla, nuestro pensamiento consiste en preguntas acerca del sentido, pero no obtenemos respuesta, porque el entendimiento es incapaz de darla. Este falta de respuesta de la mente posibilita el silencio, que es apertura a la escucha, pues, ¿cómo escuchar si somos siempre nosotros los que hablamos? La escucha proviene del corazón, no del intelecto, aunque éste se vea iluminado por él. Y así la luz se vuelve tinieblas, y las tinieblas luz, pues, ¿cómo ver las cosas invisibles si no es en la oscuridad? Y es el corazón el que ilumina al intelecto con la luz de la fe (lumen fidei). Y esta apertura del corazón, ¿qué escucha? Escucha el sentido, pero no uno que damos nosotros, sino el sentido trascendente, a partir del cual todo lo demás cobra sentido. 

Esto explica aquella frase que el Papa Francisco dijo al comienzo de su pontificado: “En ocasiones, en la vida, los anteojos para ver a Jesús son las lágrimas”.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Discernimiento y felicidad


El marxismo baja a la tierra el fin escatológico del cristianismo: el cristianismo tiende al Reino de los Cielos en que la humanidad es al fin redimida de toda ausencia de bien, de justicia, de amor, de verdad, de luz, y de todos los nombres de Dios, que ha sufrido a lo largo del siglo. El marxismo niega la trascendencia, y por tanto proclama la realización del Reino de los Cielos en la tierra. “Desenmascara” al cristianismo como postergación de la justicia social y convierte el Reino de Dios en el Reino del hombre. Y para acabar con el estado de injusticia, que es consecuencia de unas luchas de clases determinadas por las relaciones económicas a lo largo de la historia, basta con acabar con las diferencias de clases mediante una revolución total. En una sociedad sin clases –el comunismo, fin del proceso histórico- no habrá lugar para la injusticia y, de este modo, la humanidad al fin hallará la felicidad. 

Pero, si el objetivo es la felicidad en la realización del fin de la historia, se da el caso de que muchos grupos de ideología marxista, están llenos de personas que, dando su vida por ser configuradores de la historia, acaban frustrándose por la difícil consecución de su fin. Y muchos de ellos también sufren una neurosis por falta de sentido (neurosis noógena), siendo víctimas del vacío existencial. La frustración es consecuencia del desfase entre el alcance limitado de una persona o un grupo limitado de personas y el fin de la revolución de la totalidad: sólo la totalidad podrá llevar a cabo una verdadera revolución total, mientras que las personas particulares tienen un alcance menor. El vacío existencial es fruto de la ilegítima invasión de la filosofía marxista en el plano estrictamente existencial y religioso. Pero no nos vamos a detener en este aspecto, sino en la frustración, que Benedicto XVI expresaba tan acertadamente en Deus caritas est: “A veces, el exceso de necesidades y lo limitado de sus propias actuaciones le harán sentir la tentación del desaliento.”

En la teoría sobre la voluntad que san Máximo el Confesor elaboró en el siglo VII, hay dos conceptos fundamentales: ἐφ’ἥμιν y οὐκ ἐφ’ἥμιν, de los que el segundo es negación del primero. Éste término significa literalmente “sobre nosotros”, pero los griegos lo entendían de dos modos a la vez: 1) de una mano, se suele traducir como “lo que nos atañe”, “lo que es asunto nuestro”, “lo que es de nuestra incumbencia”, y 2) de otra mano, como “lo que podemos controlar”, “lo que depende de nuestra libre elección”, “aquello en que tenemos autoridad”. Así, cuando san Máximo escribía ἐφ’ἥμιν quería decir una sentencia muy significativa: lo que es asunto nuestro es lo que podemos controlar, lo que depende de nosotros. Por tanto, οὐκ ἐφ’ἥμιν es lo que no podemos controlar y, en consecuencia, no es asunto nuestro. Tenemos, pues, que dirigir nuestra voluntad personal hacia los asuntos que podemos controlar, ya que si lo dirigimos hacia lo que escapa a nuestro poder, acabamos frustrándonos. En otras palabras, se trata de comprender que no somos Dios, sino hombres limitados. Esto no significa, no obstante, que no nos interesen los asuntos que no dependen de nosotros: podemos no permanecer indiferentes ante el suceso de un terremoto en China, pero no podemos hacer depender de nosotros el hecho de que cientos de personas sobrevivan o mueran. Eso no es asunto de una persona: nuestro alcance es limitado y, lo que no podemos controlar, conviene dejárselo a la Providencia. Hace falta discernir lo que nos atañe de lo que no, según San Máximo: “Así pues, separando lo que no depende de nosotros de lo que depende, el primero es íntegramente de la incumbencia de la Providencia divina; en cuanto al otro, creemos que con la Providencia divina, su uso feliz incumbe también a nuestro juicio y voluntad” (PG 091, 368C).   

Conviene, pues, discernir entre lo que es asunto nuestro y lo que no, comprendiendo que lo total pertenece a lo total, esto es, que un grupo limitado de hombres no pueden llevar a cabo una revolución de la totalidad (que no acabe en tragedia). Conviene discernir cuál es nuestro ámbito de actuación. Para ello quiero remontarme a los románticos del Círculo de Jena, quienes defendían la revolución fragmentaria. Puesto que la totalidad –el sistema- es inalcanzable, sólo podemos mejorar el mundo mediante fragmentos de esa totalidad. Los románticos entendían que el fragmento, a diferencia de la parte de un todo, contenía en sí a la totalidad misma,  era “más bien una obra de arte de por sí que una parte de una obra” (Schleiermacher, Über die religion). La revolución fragmentaria no pretende una revolución de la totalidad, ni entiende los pequeños actos de amor y justicia como partes de un todo o tendentes a un fin, sino como el reflejo de la totalidad y un fin en sí mismo. Decía Novalis que “nos encontramos en una misión; estamos llamados a formar la tierra”, a hacer este mundo más justo sembrando con amor la verdad, el bien y la belleza, en el entorno en que nuestra acción es poderosa, que no es la totalidad, y así “se liberará de la presunción de tener que mejorar el mundo –algo siempre necesario- en primera persona y por sí solo. Hará con humildad lo que le es posible y, con humildad, confiará el resto al Señor. Quien gobierna el mundo es Dios, no nosotros.” (Benedicto XIV, Deus caritas est).