El marxismo baja a la tierra el fin escatológico del
cristianismo: el cristianismo tiende al Reino de los Cielos en que la humanidad
es al fin redimida de toda ausencia de bien, de justicia, de amor, de verdad,
de luz, y de todos los nombres de Dios, que ha sufrido a lo largo del siglo. El
marxismo niega la trascendencia, y por tanto proclama la realización del Reino
de los Cielos en la tierra. “Desenmascara” al cristianismo como postergación de
la justicia social y convierte el Reino de Dios en el Reino del hombre. Y para
acabar con el estado de injusticia, que es consecuencia de unas luchas de
clases determinadas por las relaciones económicas a lo largo de la historia,
basta con acabar con las diferencias de clases mediante una revolución total. En
una sociedad sin clases –el comunismo, fin del proceso histórico- no habrá
lugar para la injusticia y, de este modo, la humanidad al fin hallará la
felicidad.
Pero, si el objetivo es la felicidad en la realización
del fin de la historia, se da el caso de que muchos grupos de ideología
marxista, están llenos de personas que, dando su vida por ser configuradores de
la historia, acaban frustrándose por la difícil consecución de su fin. Y muchos
de ellos también sufren una neurosis por falta de sentido (neurosis noógena),
siendo víctimas del vacío existencial. La frustración es consecuencia del
desfase entre el alcance limitado de una persona o un grupo limitado de
personas y el fin de la revolución de la totalidad: sólo la totalidad podrá
llevar a cabo una verdadera revolución total, mientras que las personas
particulares tienen un alcance menor. El vacío existencial es fruto de la ilegítima
invasión de la filosofía marxista en el plano estrictamente existencial y
religioso. Pero no nos vamos a detener en este aspecto, sino en la frustración,
que Benedicto XVI expresaba tan acertadamente en Deus caritas est: “A veces, el exceso de necesidades y lo limitado
de sus propias actuaciones le harán sentir la tentación del desaliento.”
En la teoría sobre la voluntad que san Máximo el
Confesor elaboró en el siglo VII, hay dos conceptos fundamentales: ἐφ’ἥμιν y οὐκ ἐφ’ἥμιν, de los que el segundo es negación del primero. Éste término
significa literalmente “sobre nosotros”, pero los griegos lo entendían de dos
modos a la vez: 1) de una mano, se suele traducir como “lo que nos atañe”, “lo
que es asunto nuestro”, “lo que es de nuestra incumbencia”, y 2) de otra mano,
como “lo que podemos controlar”, “lo que depende de nuestra libre elección”,
“aquello en que tenemos autoridad”. Así, cuando san Máximo escribía ἐφ’ἥμιν quería decir una sentencia muy
significativa: lo que es asunto nuestro es lo que podemos controlar, lo que
depende de nosotros. Por tanto, οὐκ ἐφ’ἥμιν
es lo que no podemos controlar y, en consecuencia, no es asunto nuestro. Tenemos,
pues, que dirigir nuestra voluntad personal hacia los asuntos que podemos
controlar, ya que si lo dirigimos hacia lo que escapa a nuestro poder, acabamos
frustrándonos. En otras palabras, se trata de comprender que no somos Dios,
sino hombres limitados. Esto no significa, no obstante, que no nos interesen
los asuntos que no dependen de nosotros: podemos no permanecer indiferentes ante el suceso de
un terremoto en China, pero no podemos hacer depender de nosotros el hecho de
que cientos de personas sobrevivan o mueran. Eso no es asunto de una persona: nuestro
alcance es limitado y, lo que no podemos controlar, conviene dejárselo a la
Providencia. Hace falta discernir lo que nos atañe de lo que no, según San
Máximo: “Así pues, separando lo que no depende de nosotros de lo que depende,
el primero es íntegramente de la incumbencia de la Providencia divina; en
cuanto al otro, creemos que con la Providencia divina, su uso feliz incumbe
también a nuestro juicio y voluntad” (PG 091, 368C).
Conviene, pues, discernir entre lo que es asunto nuestro
y lo que no, comprendiendo que lo total pertenece a lo total, esto es, que un
grupo limitado de hombres no pueden llevar a cabo una revolución de la
totalidad (que no acabe en tragedia). Conviene discernir cuál es nuestro ámbito
de actuación. Para ello quiero remontarme a los románticos del Círculo de Jena,
quienes defendían la revolución fragmentaria. Puesto que la totalidad –el
sistema- es inalcanzable, sólo podemos mejorar el mundo mediante fragmentos de
esa totalidad. Los románticos entendían que el fragmento, a diferencia de la
parte de un todo, contenía en sí a la totalidad misma, era “más bien una obra de arte de por sí que
una parte de una obra” (Schleiermacher, Über
die religion). La revolución fragmentaria no pretende una revolución de la
totalidad, ni entiende los pequeños actos de amor y justicia como partes de un
todo o tendentes a un fin, sino como el reflejo de la totalidad y un fin en sí
mismo. Decía Novalis que “nos encontramos en una misión; estamos llamados a formar la tierra”, a hacer este mundo
más justo sembrando con amor la verdad, el bien y la belleza, en el entorno en
que nuestra acción es poderosa, que no es la totalidad, y así “se liberará de
la presunción de tener que mejorar el mundo –algo siempre necesario- en primera
persona y por sí solo. Hará con humildad lo que le es posible y, con humildad, confiará
el resto al Señor. Quien gobierna el mundo es Dios, no nosotros.” (Benedicto
XIV, Deus caritas est).