Entre una multitud que
pone sus aspiraciones en tener mucho dinero,
un coche lujoso, un yate, una mujer o un hombre muy bello como parejas, unos
hijos modélicos… y otra que ponen su identidad en ser abogado de renombre, ser heredero de algún condado con varios
siglos de historia, ser un poeta que recibe el legado de sus predecesores para
ser un eslabón imprescindible en la historia del arte poético… Entre una
multitud así, repito, a veces nos encontramos personas algo errantes, que
buscan un norte, que tienen una inquietud llamada a trascender las aspiraciones
terrenales de la multitud circundante. Esto no quiere decir que formen parte de
una élite elegida en medio de una masa gris que tan sólo forma parte del
decorado, cosa que sería caer en una visión gnóstica, algo narcisista y
pedante, que podemos extraer de películas como Matrix. Lo que significa es que,
desafortunadamente, los que buscan algo
más son muy pocos en comparación con los que enajenan su identidad en el tener y el ser.
Estas personas andan,
como digo, en busca de algo más, de algo que trascienda cuanto es caduco, de
algo que quede anclado en la permanencia. Buscan no naufragar haciendo depender
su identidad de cosas, situaciones o hechos que no garanticen la seguridad de
estar ahí siempre. Quien aspira a tener mucho dinero y pone su identidad en sus
riquezas, en el momento que cae en bancarrota y pierde cuanto tiene, cosa que
entra dentro del abanico de posibilidades reales, entra en una crisis de
identidad, precisamente porque ha perdido aquello de lo que la había hecho
depender. El coche lujoso, asimismo, puede chocar, averiarse, romperse,
perderse, igual que un yate. El hombre que pone su identidad, por ejemplo, en
la posesión de una mujer bella y
admirada en la sociedad, si finalmente fracasa esta relación, pierde su
identidad, se siente avergonzado de sí mismo y es capaz de dirigirse a la
negación de su propia vida. Los hijos modélicos… son modélicos mientras lo son,
porque pueden caer en la delincuencia, en la droga o, sencillamente, no aspirar
a lo que los padres previamente han diseñado para él. En cuanto al ser, el que pone su identidad en su
profesión de abogado y su respetabilidad, conseguida gracias a años de arduo
esfuerzo, puede entrar en una crisis existencial en cuanto pierde un juicio, o
queda en ridículo por alguna razón y pierde así el buen nombre que se había
forjado. El heredero de un condado lo es mientras que el resto de personas
siguen manteniendo esa mentalidad y orden de cosas, pues si ese título pasa a
tener el mismo valor que un billete del Monopoly, el heredero ya no es heredero
de nada. ¡Imagínense qué atroz insulto a su honor sería no sólo que no
considerasen digno ser heredero del condado, sino que incluso se rieran de él
en público por esta razón! Y el poeta… ¡qué decir del poeta! Si los críticos no
admiran su obra, sino que encima la ponen por los suelos, el pobre hombre
siempre podrá excusarse arguyendo que es un genio adelantado a su tiempo. Y podrá
incluso regocijarse en su marginación pensando en las biografías que, en los
siglos venideros, se escribirán sobre él en los manuales de historia de la literatura,
en las que esta misma marginación será una razón que avive su notoriedad por
ser un poeta maldito.
Todos estos ejemplos
nos muestran que una persona que pone su identidad en el tener y en el ser, se
arriesga a perderla. Hay otro tipo de enajenación de la propia identidad, y es
la de hacerla peón de una “causa mayor”, como la revolución política, social o
moral. ¡Cuántos marxistas caen en la neurosis noógena (depresión por falta de
sentido) debido a la frustración que les causa los continuos intentos fallidos
de encender la mecha que haga estallar las revueltas! Terminan sintiéndose
vacíos, entre otras cosas porque suelen posponer su dicha a un futuro de
armonía y plenitud que nunca termina de llegar. La cuestión principal es que
hacen depender su identidad de cosas, situaciones y hechos que no están bajo su
entero control. Siempre está la posibilidad de perder el objeto de su vanidad,
su seña de identidad, el sentido de su existencia.
El inquieto al que nos
referíamos al comienzo de la entrada, tiene una voluntad de diferenciación
respecto de esta multitud de personas cuyos éxitos son tan engañosos que en
cualquier momento pueden fracasar. Pueden caer en el ser, en el tener o en el estar poseído por una idea, cosa esta
última que suele ser muy común. Pero finalmente acaban superando estas etapas. Cuando
vemos que una persona está en un movimiento revolucionario en sus veinte años
y, veinte años después, sigue diciendo las mismas cosas y aspirando a lo mismo,
hay que sospechar, porque tal vez hayan perdido toda conciencia de sí mismos. No
han sido capaces de evolucionar ni un ápice, han dejado de desarrollarse
personalmente, y se convierte fácilmente en presas de ideas, en carne de cañón
para los tiranos de turno. El inquieto, como digo, puede ser poseído por alguna
de estas ideas, pero se les conoce por estar en continua lucha interior, en una
tensión constante a ser más, a superar etapas, a llegar a la plenitud a la que
se sienten llamados.
Los que no acaban
siendo absorbidos por las ideas, terminan convenciéndose de que su identidad no
debe anclarse en nada inseguro o imperecedero, como las cosas materiales, los
títulos individuales o una supuesta armonía futura. Al final, acaban abriéndose
ante ellos un horizonte nuevo, imperecedero, que irradia una luz imperecedera y
vivificante que ilumina toda la realidad perecedera y la dota de sentido.