domingo, 16 de febrero de 2014

La rebeldía de Iván Karamázov




Dostoievski, aparte de ser un escritor clásico de la literatura universal, es un filósofo cuyo pensamiento tiene tintes existenciales. Podemos resumir en cinco puntos la filosofía existencial del pensador ruso: 1) El hombre es entendido como una profundidad insondable donde todo es posible; 2) La apuesta, el ejercicio de la verdadera libertad, se manifiesta principalmente en los momentos más trágicos y extremos; 3) Los dos extremos están presentes en el mismo hombre en situaciones muy cercanas en el tiempo; 4) El hombre es un ser desdoblado que asume una libertad trágica; 5) La libertad no se adquiere por medio de revoluciones ni es proporcionada por el Estado, no viene de afuera, sino que es interior. 

Por otro lado, si aceptamos con Viktor Frankl que la naturaleza humana, más que consistir en la racionalidad o en cualquier otra cosa, consiste en que alberga en sí una voluntad de sentido, entonces podemos estudiar su relación con la verdad en términos de adecuación o inadecuación. Es decir, la naturaleza humana puede ser adecuada o inadecuada a la verdad. En este sentido, si la naturaleza humana consiste esencialmente en la voluntad de sentido, entonces será adecuada a la realidad si existe verdaderamente ese sentido o inadecuada si no existe. Si la naturaleza humana y la verdad son inadecuadas, si no encajan la una con la otra, entonces, aparte de que habría una contradicción en la realidad misma, ni la existencia humana ni el mundo tienen sentido. Nos queda entonces reconocer que la filosofía del absurdo es adecuada a la realidad, y por tanto, regodearnos en una nada existencial a partir de la cual el hombre da a la realidad el sentido del que carece. Cosa que, por otro lado, nunca acepta Frankl, que, en su teorización del sentido, señala que éste debe descubrirse, nunca inventarse. A pesar de las raíces existencialistas de la logoterapia, Frankl no cae en la filosofía del absurdo de un Sartre o un Camus, sino que afirma con rotundidad la existencia de un sentido y de un intelecto (νοῦς) espiritual capaz de descubrirlo. 

No obstante, si la naturaleza humana y la realidad están entrelazadas y entre ellas no hay ningún horizonte infranqueable ni son afectadas por ninguna contradicción, entonces la verdad es que la existencia y el universo entero tienen sentido. Pero entonces surge un grave y ancestral problema: ¿Qué pasa con el mal, con la injusticia, con el sufrimiento? Caben dos respuestas: La realidad tiene sentido y el sufrimiento no lo tiene, con lo cual el sufrimiento no es real. Y entonces nos encontramos con la respuesta del budismo, que nos enseña que todo sufrimiento es evitable si negamos el yo. Pero ya vimos en El sentido en el sufrimiento que el remedio viene a ser peor que la enfermedad y, de hecho, no evita del todo el sufrimiento. La otra respuesta es que la realidad tiene sentido y el sufrimiento, que forma parte de la realidad, también lo tiene. Decir que el sufrimiento tiene sentido lleva a la necesidad de afirmar la esperanza de algo tan grande que pueda por sí mismo redimir la mayor de las injusticias y el mayor de los sufrimientos. 

Y aquí reaparece Dostoievski, que en el capítulo ‘Rebeldía’ de Los hermanos Karamázov plantea este problema a través del personaje Iván Karamázov. Se pregunta qué sentido tienen el mal y el sufrimiento en el mundo y, con inquieta rebeldía, estudia la respuesta religiosa y la marxista. Parte de un ateísmo algo irreflexivo, propio de su juventud y de su época, y rechaza entonces una vida eterna indeterminada en la que lo particular se pierde en lo general. Pronto pasa a la solución marxista de una sociedad futura en la que los hombres serán felices, pero no lo convence porque la felicidad de unas pocas generaciones no redime el sufrimiento de tantas personas a lo largo de la historia. Este texto, correspondiente al capítulo citado, es especialmente elocuente y plantea el problema con total crudeza: 

Soy una viruta, y reconozco con toda humildad que no alcanzo a comprender por qué está todo así dispuesto. Las criaturas mismas, desde luego, son culpables: les fue dado el Paraíso, y ellas prefirieron la libertad y robaron el fuego del cielo, sabiendo ellas mismas que iban a ser desdichadas; es decir, que no hay por qué compadecerlas. ¡Oh, a juicio mío, según mi lamentable, terrestre, euclidiana razón, sólo sé que el dolor existe, que no hay culpables, que todo procede lo uno de lo otro, directa y simplemente; que todo fluye y se allana…; pero todo es sólo necedad euclidiana, lo sé, y no puedo avenirme a vivir según ella! ¿Qué tengo ya que ver con que haya culpables y con que todo proceda simplemente lo uno de lo otro? Yo necesito una compensación; de lo contrario, me niego. Y compensación no en lo infinito, en ninguna parte ni nunca, sino aquí en la Tierra, y que yo pueda verla con mis ojos. Yo creo en ella, yo quiero verla; pero si para entonces estuviera ya muerto, pues que me resuciten, pues el que todo eso se realizase sin mí sería harto ofensivo. No he sufrido yo para, a mi costa, a expensas de mis crímenes y dolores, provocar una futura armonía. (…) Yo quiero perdonar, yo quiero abrazar, y no quiero que haya más sufrimiento. Y si el dolor de los niños está condenado a completar esa suma de dolor que es indispensable para comprar la verdad, de antemano advierto que toda la verdad no vale ese precio. No quiero, finalmente, que esa madre se abrace con el verdugo que hizo que los perros devorasen a su hijito. (…) Si quiere, que perdone por ella misma, que le perdone al sayón su imponderable dolor maternal; pero el dolor de su hijo lacerado no tiene derecho a perdonarlo. (…) No quiero esa armonía; por amor a la Humanidad, no la quiero. (...) Dime francamente, te requiero a ello, responde: figúrate que tú mismo dispones el destino de la Humanidad con intención de hacer a lo último felices a los mortales, darles, finalmente, la paz y la tranquilidad; pero que para eso fuera menester, de modo indispensable e ineludible, martirizar aunque sólo fuese a la más humilde criaturita, (…) ¿te avendrías tú a hacer de arquitecto con esos cimientos?

domingo, 9 de febrero de 2014

Apuesta y racionalidad

Pascal, interesado como estaba en la probabilidad, acuñó el término "apuesta" extendiéndolo a cuestiones filosóficas o, más exactamente, existenciales. Hay preguntas que no podemos responder, porque el entendimiento humano no puede aplicar su objeto a la experiencia, no lo puede encuadrar en el contexto espacio-temporal de modo que suponga una prueba irrechazable para dar una respuesta correcta. Parece que estamos ante el problema kantiano de la metafísica: lo que es cognoscible (el mundo fenoménico) y lo que no es cognoscible (el mundo nouménico), que llevó a Wittgenstein a proferir la famosa frase de que "de lo que no se puede hablar, mejor callar". Rudolf Otto, también profundamente kantiano, para salvar esa escisión entre las preguntas científicas, que tienen como objeto lo empírico, y las preguntas existenciales, que tienen como objeto lo que no es objeto, es decir, las ideas, buscó una respuesta asimismo kantiana en la Crítica del Juicio estético: no es posible tener un verdadero conocimiento de las ideas, pero sí es posible tener una experiencia estética de ellas a través de fenómenos que nos trasladen al mundo de la razón. Es la experiencia de lo sublime. Sin embargo, a pesar del auxilio que presta la razón al hombre cuando el entendimiento se muestra incapaz, la experiencia de lo sublime puede caer en la irracionalidad, o más exactamente en la ininteligibilidad. 

Lo que Kant comprendió es que hay preguntas que no son contestables por la ciencia, y las dejó para que cada uno respondiera lo que quisiera en su subjetividad libre e irracional. Es el prejuicio ilustrado, tan criticado hoy en algunos ámbitos, de que donde no llega la razón, llega la fe. Es criticada esta idea porque sitúa a la fe como subsidiaria de la razón, como un recurso del que disponemos si el verdadero conocimiento, que es el científico, no puede responder. En primer lugar, esto supone que la fe se sitúa en el mundo de la oscuridad irracional frente al mundo luminoso de la ciencia, y en segundo lugar que la ciencia conoce sin mediaciones ni predisposiciones de ningún tipo. Kuhn, científico y filósofo de la ciencia de mediados del siglo XX, en la obra La estructura de las revoluciones científicas que cambió el devenir de la filosofía analítica, invirtió ese esquema. Trató de demostrar que esas preguntas que decíamos que tenían sentido allí adonde la ciencia no daba alcance, realmente tiene lugar antes de la producción de conocimiento científico. Es la fe la que precede a la ciencia, y no la ciencia a la fe. Por un lado, el conocimiento científico parte ya de postulados que se aceptan como dogma de fe, y por otro, hay concepciones culturales, religiosas, etc. (el paradigma), que constituyen predisposiciones y mediaciones en el conocimiento científico. En otras palabras, no es la ciencia la que se da luz a sí misma, sino la fe la que da luz a la ciencia. En este sentido también avanzaron Popper con anterioridad, y posteriormente Feyerabend. 

Dicho ya que la fe no reina en la oscuridad, sino que más bien da luz a todo cuanto hacemos en la vida, incluido el conocimiento científico, detengámonos en la racionalidad de la fe. Volviendo con la apuesta de Pascal, su ámbito es el de la fe y aquello por lo que apostamos es, por decirlo así, el dogma de fe. Pero, ¿es nuestra elección puramente irracional? Normalmente, cuando nos hallamos ante una apuesta, no elegimos de manera inmediata e irreflexiva, sino que tomamos todos los elementos que dan fuerza a una u otra opción y sopesamos, quedándonos con la más razonable. No es una racionalidad empírica, sino razonable, valga la redundancia. Pascal, en fin, se pregunta: ¿es razonable que Dios exista? No, es absurdo. ¿Es razonable que Dios no exista? No, eso sería igualmente absurdo. Y entonces piensa cuál es la respuesta más feliz ante la pregunta por la existencia de Dios, y, haciendo suya la sentencia "Credo quia absurdum" (Creo porque es absurdo) de Tertuliano, apuesta por la existencia de Dios. Y no de un Dios cualquiera, sino del Dios de Abraham, Isaac y Jacob, bien distinto del Uno neoplatónico o del Dios de los científicos.

En este sopesar las opciones ante las cuales nos enfrentamos en la apuesta, tenemos que ser prudentes y que tener, como se dice vulgarmente, la cabeza bien amueblada. No caer en razonamientos falaces. Por ejemplo, la falacia del consuelo, tal vez de origen freudiano y tan extendida en los últimos tiempos: "si Dios es consuelo, entonces no existe". Esto, desde luego, no sería prueba de nada, porque también podemos decir que "si Dios es consuelo, entonces existe". Y esta segunda deducción, sin ser prueba concluyente de nada, es en cambio más razonable. Si aceptamos el primer argumento, entonces estamos partiendo de que la naturaleza humana está escindida de la realidad, está desencajada con el mundo, tiende a lo falso en vez de a lo verdadero, tiene necesidad de lo que no es. Es decir, la realidad es irracional. La naturaleza humana no está adecuada a la verdad, y la verdad no está adecuada a la naturaleza humana. Sólo somos felices si nos engañamos. Ante esta filosofía de la sospecha, de la cual hoy casi no sospechamos y que se ha convertido en una creencia admitida irreflexivamente, está la filosofía de que la naturaleza humana, existiendo en la realidad, no es inadecuada a ella. Somos felices cuando nos adecuamos a nuestra naturaleza y ésta está adecuada a la realidad, a la verdad. Por eso, como hacía Pascal, lo más razonable es apostar por la adecuación entre naturaleza humana y realidad, por la opción más feliz para nuestra existencia: que el mundo fue creado con una voluntad y, por tanto, tiene sentido, y que nuestra propia existencia en particular tiene un sentido por la acción de la misma voluntad creadora.

domingo, 2 de febrero de 2014

La esperanza y la presencia

La esperanza es la presencia de lo que aún no está presente. Dicho en términos aristotélicos: no es la mera potencia inexistente, sino una potencia que ya es acto. Cuando se concibe la esperanza, los bienes eternos están por venir. El hombre que en sí concibe la esperanza está de encargo, vive en su seno interno la Verdad, el Bien y la Belleza. Así la esperanza da lugar a la fe, que es la esperanza cierta. Es la esperanza del triunfo de Dios, que esparcirá sustancialmente todos sus nombres divinos sobre la creación el día de la victoria del amor.

Estos bienes eternos, estos nombres divinos, están explicitados por Pseudo-Dionisio Areopagita en el Tratado sobre los nombres de Dios (De Divinis Nominibus, habitualmente citado mediante las siglas DN), donde en uno de los primeros capítulos, haciendo gala de un buen conocimiento de la Escritura, enumera estos nombres: la Verdad, el Dios, la Luz, la Belleza, el Bien, etc. Si tenemos esperanza en Dios y Dios es todas estas cosas (y ninguna, pues está más allá de todo concepto), y la esperanza hace presente lo que aún está ausente, entonces la esperanza fortificada trae a la presencia todas estas luminarias, aunque aparentemente estén ausentes del mundo. Pero, ¿cómo puede la esperanza dar a luz a todos estos rayos de divinidad?

Estos rayos de divinidad, como también los llama Dionisio, o energías increadas, como las llama Gregorio Palamas en la teología oriental, son derramados por Dios a cada uno en su totalidad. Todos reciben a Dios entero, pero depende de la capacidad de cada uno para recibirlo. El corazón del hombre es arcilla que puede endurecerse o ablandarse, cerrarse en su forma inicial e irreflexiva o abrirse a la recepción de estos dones. Y Dios es un sello que se ofrece entero a todos con el fin de ser todo en todos. Ofrece la Verdad que orienta al hombre, la Luz que ilumina el camino, la Belleza que lo reconforta... para que el hombre sea portador de esta Verdad, de esta Luz, de esta Belleza... y, sin dejar de ser hombre, ser asimismo Dios. Así podemos entender lo que dice el Evangelio, que el Reino de Dios está en nosotros, porque Dios derrama su reino en nuestro corazón, y por eso decimos en el Padrenuestro que venga a nosotros tu reino. Pero, ¿de qué depende la capacidad de recibir a Dios en nuestro corazón?

Dionisio sostenía que Dios se daba todo a todos y ponía luz con su metáfora del sello, pero, ante la realidad de que no todos parecen portadores de este sello, explica que esto se da porque cada uno lo recibe según su capacidad. Esta capacidad, no obstante, no está determinada de antemano, sino que depende del libre albedrío: el hombre elige ser receptivo o no serlo, puede ablandar el corazón de tal modo que el sello penetre o endurecerlo hasta convertirse en una piedra que ni se inmuta ante el sellado. Puede elegir el bien o el mal, lo que es favorable a su naturaleza o lo que es contra natura, regocijarse en la luz o sumergirse en las tinieblas, optar por la libertad espiritual o por la esclavitud de las sentidos... En otras palabras: en cada persona está orientarse hacia lo que le hace feliz o malograrse hasta sumirse en los posos de la tristeza. El que se orienta al espíritu hace que éste prime y se eleve e integre su alma y su cuerpo en una unidad que asimismo se hace elevada, mientras que quien denosta al espíritu se esclaviza en las pasiones carnales y su mente queda solitaria, a merced de los caprichos del azar. El que endurece su corazón y se hace inaccesible al sello divino, quedará como simple piedra expuesta a la erosión de las fuerzas extrañas, como tierra seca en que la semilla no ha podido agarrar. En cambio, quien se hace accesible a Dios de modo que su sello divino queda grabado en su corazón, éste será dueño de sí mismo y, recibiendo la impresión divina con perfecta libertad, será verdaderamente imagen y semejanza de Dios.