lunes, 15 de diciembre de 2014

Viktor Frankl y Máximo el Confesor: el Lógos, la voluntad y el sufrimiento





En esta entrada hablaré de dos autores cuyas doctrinas, a mi juicio, guardan mucho parecido. Se trata del psiquiatra –también psicólogo- vienés Viktor Frankl, de la segunda mitad del siglo XX, y el monje palestino Máximo el Confesor, del siglo VII. Ambos hablan del sentido de la existencia y lo identifican con la palabra griega λόγος, de la voluntad del hombre que tiende a cumplir dicho λόγος, y ambos se centran en la extrema situación vital del hombre que se halla ante un sufrimiento inevitable.

Frankl vivió durante tres años la pesadilla de Auschwitz, superando los trabajos forzados y el miedo a ser descartado en las habituales selecciones que llevaban a cabo. Para ese entonces ya había perdido a su familia y todo el trabajo que hasta ese momento había realizado. Tras ser liberado, puso en orden todas sus vivencias y lo que observó de las vivencias de los compañeros en el campo de concentración. Así surgió la logoterapia o terapia del sentido, según la cual el hombre está abierto a una dimensión trascendente y el mal de esta época, la neurosis por falta de sentido, es consecuencia de la represión de esta dimensión. A diferencia de las anteriores escuelas vienesas de psicoterapia, el psicoanálisis de Freud y la psicología individual de Adler, que entendían que lo que movía al hombre era la voluntad de placer y la voluntad de poder respectivamente, Frankl fue más allá y, en su dignificación del hombre, desveló que lo más propio del hombre era que es movido por su voluntad de sentido. Dado que la neurosis por falta de sentido (noógena) era y sigue siendo el mal psicológico de la época, y dado que ni el psicoanálisis ni la psicología individual eran capaces de abordarlo adecuadamente, Frankl desarrolló una nueva psicoterapia a la que llamó logoterapia, identificando al λόγος con el sentido de la existencia personal. Las características de este sentido son: 1) El sentido no puede darse, sino que debe descubrirse; 2) el sentido debe descubrirse, pero no puede inventarse; 3) el sentido no sólo debe, sino que también puede encontrarse. Lo cual se resume en una característica principal: el sentido existe.

Máximo el Confesor, por su parte, en su contienda contra los monotelitas, con el fin de aclarar los términos de uso habitual en las discusiones y evitar malentendidos, definió la voluntad natural (θέλημα φυσικόν) como aquella tensión del hombre a la autoconservación y a la plenificación de todas las potencialidades de su naturaleza. Para entender la posición de la voluntad natural dentro del esquema de la visión antropológica sobre la que Máximo trabaja, es necesario en primer lugar apuntar que el hombre es naturaleza (lo que todos tenemos por el hecho de ser humanos) y persona (nuestra particular forma de ser humanos). La naturaleza tiene propiedades, entre las cuales se encuentran la hipostatización (tener existencia personal), la actividad y la voluntad. Ésta es la voluntad natural, una propiedad de la naturaleza que hace que el hombre tienda a cumplir el λόγος de la naturaleza: la plenificación de todas sus capacidades, que en último extremo tiene lugar en la deificación (θεώσις). El sentido de la existencia humana, visto desde la perspectiva natural, es la plenitud, la verdadera felicidad. Pero Máximo añade que todos los hombres tienden al cumplimiento de este fin, pero cada uno lo hace según su “modo de existencia” (τρόπος τῆς ὑπάρξεως). De modo que la tarea de cada cual es encontrar el modo personal de alcanzar la plenitud: éste es el λόγος personal, el sentido de cada hombre y mujer en particular. El sentido existe desde antes de la creación misma, pues al acto de crear precede la voluntad de crear. El λόγος personal es, según Máximo el Confesor, la voluntad de Dios para con cada ser particular (Ambiguum 7), que está por hallar en el curso de la misma vida y ser llevado a su cumplimiento a través de acciones y decisiones libres.

El hecho de que el sentido nos preexista, cosa explícita en la teoría de Máximo y deducible de la de Frankl, no significa que sea una imposición desde afuera. De hecho, creo que no es conveniente hablar de las categorías interno-externo para entender el origen del sentido, sino más bien de propio-ajeno. En efecto, el sentido nos preexiste y, en consecuencia, nos viene ya dado, siquiera sea como potencia que libremente podemos llevar a acto. Pero en ningún momento podemos pensar que el sentido es algo ajeno a nosotros cuyo origen está en alguien ajeno a nosotros. Es decir, que no sea “inventado” o “creado” por nosotros no implica que nos sea ajeno. En resumen, no hemos inventado nosotros el sentido y sin embargo lo vivimos como lo más propio, como lo que nos hace personas. Hay que entenderlo como vocación, una palabra que tiene menos connotaciones “impositivas”. 

Por último, tanto Frankl como Máximo se interesan especialmente por la búsqueda del sentido en las situaciones de mayor sufrimiento: el primero en el Holocausto y el segundo en Getsemaní. Frankl es consciente aquí de que está entrando en un ámbito religioso, y no duda en hablar de Dios y romper esa barrera infranqueable entre la ciencia psicológica y la religiosidad. Si la religiosidad está presente en el hombre, no es conveniente pasarlo por alto en la terapia. Pero no se queda aquí, sino que va más allá: el sentido último es, por sí mismo, religioso. Es, tal vez, la tesis más controvertida de Frankl. La cuestión es que el sufrimiento, según el psiquiatra vienés, tiene sentido. ¿Significa esto que Frankl justifica el sufrimiento, incluidas todas las barbaries perpetradas durante el exterminio nazi que él mismo sufrió? No, por supuesto. Justificar es “hacer justo”, y Frankl no dice que el sufrimiento sea justo, sino que tiene sentido. ¿Cómo es posible que la injusticia tenga sentido? Máximo, y con él Dostoievski y Berdiáev, respondería: albergando la esperanza en algo lo bastante grande para que el sufrimiento pueda ser redimido por ello. La experiencia de la muerte que vivió Jesús en Getsemaní, tenía sentido porque la misma muerte iba a ser superada en una resurrección tras la cual llegaría la vida eterna. Y para todos los hombres, desde un punto de vista cristiano, el sufrimiento inevitable de la propia muerte tiene sentido porque Dios mismo lo sufrió y lo superó mostrándonos el advenimiento de una tierra nueva y un cielo nuevo bajo cuya luz palidece todo sufrimiento anterior, una plenitud que redime hasta la propia muerte.