martes, 24 de diciembre de 2013

La verdadera alegría

La felicidad no está en el placer, porque el placer se recibe por lo sensible, y lo sensible está inscrito en el devenir, pertenece a lo externo y sólo satisface la dimensión sensible del ser humano. El placer, por tanto, al ser sensible, está inscrito en el devenir, y si la felicidad fuera tan sólo placer, entonces oscilaría en la impermanencia, y ora se es feliz, ora ya no. Por tanto, si la felicidad fuera placer, vacilaría, oscilaría, no perduraría en el tiempo, sino que sería perecedera. En segundo lugar, el placer es tan sólo percepción interna de lo exterior, de lo que viene de afuera. Y lo que viene de afuera, las circunstancias exteriores, no está en nuestro poder, no depende de nuestra libertad. Así pues, si la felicidad es placer y el placer escapa a nuestro control, entonces la felicidad es algo que no depende de nosotros, sino de los avatares del destino, de la ceguera del caprichoso azar. Finalmente, el placer, al dirigirse a la dimensión sensible del hombre, descuida su dimensión no sensible, porque, como decía Viktor Frankl, el hombre también presenta una dimensión espiritual, el ángel que todos llevamos dentro. Este ángel, que es la conexión del hombre con la realidad permanente, quedaría desatendido, olvidado y, por tanto, reprimido. El placer no lleva al hombre a su plenitud; más bien ensalza la dimensión sensible y atrofia el espíritu. En consecuencia, si la felicidad es placer, y el placer no lleva a la plenitud del hombre, entonces la felicidad nunca es plena. Sin embargo, el placer es tan sólo un espejismo de felicidad, pero no la verdadera alegría.

La verdadera alegría ancla en lo permanente, es independiente del contexto y se dirige a la dimensión espiritual, que abraza también lo sensible y le otorga una nueva dignidad. Y lo permanente está constituído, fundamentalmente, por el bien, la verdad y la belleza. No obstante, aunque nosotros las comprendamos y las queramos en nuestro interior, muchas veces estas tres realidades están ausentes en el mundo, en lo que viene de afuera. Percibimos esta ausencia como una injusticia, ¿y cómo permanecer alegres en medio de la injusticia? La clave está en la esperanza de estos bienes, no como mera ilusión, sino como presencia misma. En situaciones de injusticia sólo podemos ser salvados en la esperanza. La esperanza es la llave de la salvación (entiéndase también alegría). Porque la esperanza no es ilusión vana, sino que debe ser entendida como sustancia de lo que no se ve, certeza de lo que se espera, presencia de lo que está ausente. Y la esperanza adquiere esta dignidad a través del ejercicio de la virtud del que espera: la paciencia. La paciencia lleva a la esperanza a ser presencia de lo que se espera, y esta presencia lleva a la felicidad, a la verdadera alegría, una alegría duradera, permanente, santa. 

"La verdadera alegría" es el título de uno de los escritos de San Francisco de Asís, transmitida por el hermano Leonardo y dirigida al hermano León. En esta pequeña perla literaria está expuesta de una manera más comprensible aquello que con menos claridad he intentado expresar en esta entrada.
 

[1] Un cierto día el bienaventurado Francisco, estando en Santa María, llamó al hermano León y le dijo:
- Hermano León, escribe. [2] Éste le respondió: - Ya estoy listo.
[3] - Escribe -le dijo- cuál es la verdadera alegría: [4] Llega un mensajero y dice que han venido a la Orden todos los maestros de París. Escribe. "En esto no está la verdadera alegría". [5] También que han venido todos los prelados ultramontanos, arzobispos y obispos, y también el rey de Francia y el rey de Inglaterra. Escribe: "En esto no está la verdadera alegría". [6] Y dice también que mis hermanos han ido entre los infieles y los han convertido a todos a la fe. Y que, además, yo he recibido de Dios tanta gracia, que sano enfermos y hago muchos milagros. Te digo que en todas estas cosas no está la verdadera alegría. [7] Pero, ¿cuál es la verdadera alegría? [8] Vuelvo de Perusa y, en medio de una noche cerrada, llego aquí; es tiempo de invierno, está todo embarrado y hace tanto frío, que en los bordes de la túnica se forman carámbanos de agua fría congelada que golpean continuamente las piernas, y brota sangre de sus heridas. [9] Y todo embarrado, aterido y helado, llego a la puerta; y después de golpear y llamar un buen rato, acude el hermano y pregunta:
- ¿Quién es? 
Yo respondo:
- El hermano Francisco. 
[10] Y él dice:
- Largo de aquí. No es hora decente para andar de camino; no entrarás. 
[11] Y, al insistir yo de nuevo, responde:
- Largo de aquí. Tú eres un simple y un inculto. Ya no vienes con nosotros. Nosotros somos tantos y tales, que no te necesitamos. 
[12] Y yo vuelvo a la puerta y digo:
- Por amor de Dios, acogedme por esta noche. 
[13] Y él responde:
- No lo haré.
[14] Vete al lugar de los crucíferos y pide allí. 
[15] Te digo que, si he tenido paciencia y no me he turbado, en esto está la verdadera alegría, y la verdadera virtud y la salvación del alma.

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