domingo, 2 de febrero de 2014

La esperanza y la presencia

La esperanza es la presencia de lo que aún no está presente. Dicho en términos aristotélicos: no es la mera potencia inexistente, sino una potencia que ya es acto. Cuando se concibe la esperanza, los bienes eternos están por venir. El hombre que en sí concibe la esperanza está de encargo, vive en su seno interno la Verdad, el Bien y la Belleza. Así la esperanza da lugar a la fe, que es la esperanza cierta. Es la esperanza del triunfo de Dios, que esparcirá sustancialmente todos sus nombres divinos sobre la creación el día de la victoria del amor.

Estos bienes eternos, estos nombres divinos, están explicitados por Pseudo-Dionisio Areopagita en el Tratado sobre los nombres de Dios (De Divinis Nominibus, habitualmente citado mediante las siglas DN), donde en uno de los primeros capítulos, haciendo gala de un buen conocimiento de la Escritura, enumera estos nombres: la Verdad, el Dios, la Luz, la Belleza, el Bien, etc. Si tenemos esperanza en Dios y Dios es todas estas cosas (y ninguna, pues está más allá de todo concepto), y la esperanza hace presente lo que aún está ausente, entonces la esperanza fortificada trae a la presencia todas estas luminarias, aunque aparentemente estén ausentes del mundo. Pero, ¿cómo puede la esperanza dar a luz a todos estos rayos de divinidad?

Estos rayos de divinidad, como también los llama Dionisio, o energías increadas, como las llama Gregorio Palamas en la teología oriental, son derramados por Dios a cada uno en su totalidad. Todos reciben a Dios entero, pero depende de la capacidad de cada uno para recibirlo. El corazón del hombre es arcilla que puede endurecerse o ablandarse, cerrarse en su forma inicial e irreflexiva o abrirse a la recepción de estos dones. Y Dios es un sello que se ofrece entero a todos con el fin de ser todo en todos. Ofrece la Verdad que orienta al hombre, la Luz que ilumina el camino, la Belleza que lo reconforta... para que el hombre sea portador de esta Verdad, de esta Luz, de esta Belleza... y, sin dejar de ser hombre, ser asimismo Dios. Así podemos entender lo que dice el Evangelio, que el Reino de Dios está en nosotros, porque Dios derrama su reino en nuestro corazón, y por eso decimos en el Padrenuestro que venga a nosotros tu reino. Pero, ¿de qué depende la capacidad de recibir a Dios en nuestro corazón?

Dionisio sostenía que Dios se daba todo a todos y ponía luz con su metáfora del sello, pero, ante la realidad de que no todos parecen portadores de este sello, explica que esto se da porque cada uno lo recibe según su capacidad. Esta capacidad, no obstante, no está determinada de antemano, sino que depende del libre albedrío: el hombre elige ser receptivo o no serlo, puede ablandar el corazón de tal modo que el sello penetre o endurecerlo hasta convertirse en una piedra que ni se inmuta ante el sellado. Puede elegir el bien o el mal, lo que es favorable a su naturaleza o lo que es contra natura, regocijarse en la luz o sumergirse en las tinieblas, optar por la libertad espiritual o por la esclavitud de las sentidos... En otras palabras: en cada persona está orientarse hacia lo que le hace feliz o malograrse hasta sumirse en los posos de la tristeza. El que se orienta al espíritu hace que éste prime y se eleve e integre su alma y su cuerpo en una unidad que asimismo se hace elevada, mientras que quien denosta al espíritu se esclaviza en las pasiones carnales y su mente queda solitaria, a merced de los caprichos del azar. El que endurece su corazón y se hace inaccesible al sello divino, quedará como simple piedra expuesta a la erosión de las fuerzas extrañas, como tierra seca en que la semilla no ha podido agarrar. En cambio, quien se hace accesible a Dios de modo que su sello divino queda grabado en su corazón, éste será dueño de sí mismo y, recibiendo la impresión divina con perfecta libertad, será verdaderamente imagen y semejanza de Dios.

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