domingo, 24 de mayo de 2015

La ironía de las ruinas





Durante la Ilustración se intentó llegar a la perfección, al conocimiento perfecto, a la sociedad perfecta, al hombre perfecto. Da Vinci, en el preludio de la Ilustración que es el Renacimiento, trazó el hombre de Vitrubio, al que pretendía convertir en el hombre estéticamente perfecto. A la perfección intelectual se llegaba por el conocimiento científico, que experimentó una expansión tal en aquellos tiempos que Descartes, en el siglo XVII, se aventuró a decir que en pocas décadas el hombre llegaría al conocimiento de todas las cosas. Sin embargo, el hombre no era un ser solitario ni meramente cognoscente, sino que tenía también su faceta social. En este ámbito tampoco tardó en llegar la materialización de esa tendencia a la perfección acabada, pues la Edad Moderna es, por definición, la época de las grandes utopías (Moro, Bacon, los escritores franceses…). Por éstas, sobre el “Siglo de las Luces” se cernieron las sombras de las revoluciones, que pretendieron establecer la libertad, la igualdad y la fraternidad al ritmo de las guillotinas. 

Pero este afán de perfección no acabó aquí. Es paradójico que la zarina Catalina la Grande, que durante el siglo XVIII fomentó un estrecho vínculo entre las clases rusas acomodadas y el mundo intelectual francés, luego de la Revolución Francesa cortase tal relación para conectar con el mundo prusiano, justo donde se forjaría la filosofía marxista que acabaría con el zarismo. En efecto, fue la filosofía germana la que recogería el testigo de ese anhelo de perfección, materializándolo a través de la idea constitutiva de sus obras principales: el sistema. El sistema es perfecto, no hay lagunas, todo tiene relación con todo y, por supuesto, no hay espacio para la novedad. Lo ‘perfecto’ es lo que está acabado, lo que está cerrado como el círculo, el emblema matemático de la unidad. Todo lo real podía ser explicado a través del sistema. El filósofo más paradigmático fue Hegel, quien redujo lo real a lo racional, lo que puede ser abarcado por la razón, excluyendo de la realidad cualquier novedad ajena a nuestro control, cualquier diferencia, cualquier multiplicidad que pusiese en entredicho la unitariedad de lo real. Era como un jardín perfectamente cortado, en el que no crecía la mala hierba. Sí, justamente eso: un jardín perfecto, como los jardines de Versalles. Y ese sistema, que hasta entonces sólo había sido escrito en libros, fue propuesto también como modelo de sociedad (Hegel liberal y comunismo marxista), tratando de llevar a la práctica histórica la perfección que se había quedado en la mera teoría. La sociedad debía llegar a la perfección final, a la que antes habían definido teóricamente dando la respuesta ‘final’ de toda la realidad. El pensamiento hegeliano, incluido el marxista, totaliza la explicación de lo real, reduce la realidad a cuanto ha sido definido previamente en el sistema. Todo cuanto sucede está previsto por el sistema, no hay nada nuevo que escape al conocimiento ya acabado de lo real. 

Pero entre el ‘Siglo de las Luces’ y el idealismo alemán del siglo XIX hubo una filosofía algo efímera que criticó esta idea de perfección hecha sistema. Fue el romanticismo alemán, que fue forjado por la amistad de unos cuantos espíritus inquietos en la universidad de Jena y del cual hay que excluir, por supuesto, a Hegel. Ya Fichte, profesor de los jóvenes románticos de Jena, intuyó que esa perfección a la que tendían los ilustrados era imposible, al menos en este mundo. El conocimiento nunca sería perfecto y la sociedad jamás llegaría a la perfección del infinito. Los jóvenes de Jena, Novalis, los hermanos Schlegel, Schleiermacher, Tieck, etc., confeccionaron una filosofía en común en cuyas poéticas ensoñaciones aparecían las ruinas, iconos de la imperfección. Los románticos veían en las ruinas el éxito de la naturaleza sobre lo artificial, la victoria de la transitoriedad de esta existencia sobre los afanes humanos de perfección terrena, el carácter sublime de Dios frente a lo que es tan sólo su imagen. En las ruinas, inspiración pictórica para C. D. Friedrich y lugar ideal de Bécquer para sus leyendas, los románticos veían la verdadera cara de los sistemas, los caducos y vanos monstruos producidos por los sueños de la razón. Veían también el peligro que entrañaban, y se alegraban de ver en las ruinas que los anhelos de control del hombre al final eran tan ilusorios como la eternidad de una construcción terrena, que la novedosa mala hierba se obstina en crecer aunque el jardinero la corte todas las semanas, que, en fin, el hombre no es Dios.

Hoy vivimos en un mundo dominado por las ideologías, sistemas totalizadores de lo real, que tratan de llegar a lo más recóndito de las cosas para someterlas al control de una racionalidad previamente elaborada. No estaría de más recordar estas advertencias de nuestros románticos del pasado, y volver a alegrarnos al ver las ruinas de antiguos edificios emblemáticos que nos revelan que la realidad, por más que pataleemos y cerremos los ojos, jamás podrá ser enjaulada por ninguna ideología.

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