Durante la Ilustración se intentó llegar a la
perfección, al conocimiento perfecto, a la sociedad perfecta, al hombre
perfecto. Da Vinci, en el preludio de la Ilustración que es el Renacimiento,
trazó el hombre de Vitrubio, al que pretendía convertir en el hombre
estéticamente perfecto. A la perfección intelectual se llegaba por el
conocimiento científico, que experimentó una expansión tal en aquellos tiempos
que Descartes, en el siglo XVII, se aventuró a decir que en pocas décadas el
hombre llegaría al conocimiento de todas las cosas. Sin embargo, el hombre no
era un ser solitario ni meramente cognoscente, sino que tenía también su faceta
social. En este ámbito tampoco tardó en llegar la materialización de esa
tendencia a la perfección acabada, pues la Edad Moderna es, por
definición, la época de las grandes utopías (Moro, Bacon, los escritores
franceses…). Por éstas, sobre el “Siglo de las Luces” se cernieron las sombras
de las revoluciones, que pretendieron establecer la libertad, la igualdad y la
fraternidad al ritmo de las guillotinas.
Pero este afán de perfección no acabó aquí. Es
paradójico que la zarina Catalina la Grande, que durante el siglo XVIII fomentó
un estrecho vínculo entre las clases rusas acomodadas y el mundo intelectual
francés, luego de la Revolución Francesa cortase tal relación para conectar con
el mundo prusiano, justo donde se forjaría la filosofía marxista que acabaría
con el zarismo. En efecto, fue la filosofía germana la que recogería el testigo
de ese anhelo de perfección, materializándolo a través de la idea constitutiva
de sus obras principales: el sistema. El sistema es perfecto, no hay lagunas,
todo tiene relación con todo y, por supuesto, no hay espacio para la novedad.
Lo ‘perfecto’ es lo que está acabado, lo que está cerrado como el círculo, el
emblema matemático de la unidad. Todo lo real podía ser explicado a través del
sistema. El filósofo más paradigmático fue Hegel, quien redujo lo real a lo
racional, lo que puede ser abarcado por la razón, excluyendo de la realidad
cualquier novedad ajena a nuestro control, cualquier diferencia, cualquier
multiplicidad que pusiese en entredicho la unitariedad de lo real. Era como un
jardín perfectamente cortado, en el que no crecía la mala hierba. Sí,
justamente eso: un jardín perfecto, como los jardines de Versalles. Y ese
sistema, que hasta entonces sólo había sido escrito en libros, fue propuesto
también como modelo de sociedad (Hegel liberal y comunismo marxista), tratando
de llevar a la práctica histórica la perfección que se había quedado en la mera
teoría. La sociedad debía llegar a la perfección final, a la que antes habían
definido teóricamente dando la respuesta ‘final’ de toda la realidad. El
pensamiento hegeliano, incluido el marxista, totaliza la explicación de lo real,
reduce la realidad a cuanto ha sido definido previamente en el sistema. Todo
cuanto sucede está previsto por el sistema, no hay nada nuevo que escape al
conocimiento ya acabado de lo real.
Pero entre el ‘Siglo de las Luces’ y el idealismo
alemán del siglo XIX hubo una filosofía algo efímera que criticó esta idea de
perfección hecha sistema. Fue el romanticismo alemán, que fue forjado por la
amistad de unos cuantos espíritus inquietos en la universidad de Jena y del
cual hay que excluir, por supuesto, a Hegel. Ya Fichte, profesor de los jóvenes
románticos de Jena, intuyó que esa perfección a la que tendían los ilustrados
era imposible, al menos en este mundo. El conocimiento nunca sería perfecto y
la sociedad jamás llegaría a la perfección del infinito. Los jóvenes de Jena,
Novalis, los hermanos Schlegel, Schleiermacher, Tieck, etc., confeccionaron una
filosofía en común en cuyas poéticas ensoñaciones aparecían las ruinas, iconos
de la imperfección. Los románticos veían en las ruinas el éxito de la naturaleza
sobre lo artificial, la victoria de la transitoriedad de esta existencia sobre
los afanes humanos de perfección terrena, el carácter sublime de Dios frente a
lo que es tan sólo su imagen. En las ruinas, inspiración pictórica para C. D.
Friedrich y lugar ideal de Bécquer para sus leyendas, los románticos veían la
verdadera cara de los sistemas, los caducos y vanos monstruos producidos por
los sueños de la razón. Veían también el peligro que entrañaban, y se alegraban
de ver en las ruinas que los anhelos de control del hombre al final eran tan
ilusorios como la eternidad de una construcción terrena, que la novedosa mala
hierba se obstina en crecer aunque el jardinero la corte todas las semanas,
que, en fin, el hombre no es Dios.
Hoy vivimos en un mundo dominado por las ideologías,
sistemas totalizadores de lo real, que tratan de llegar a lo más recóndito de
las cosas para someterlas al control de una racionalidad previamente elaborada.
No estaría de más recordar estas advertencias de nuestros románticos del pasado,
y volver a alegrarnos al ver las ruinas de antiguos edificios emblemáticos que
nos revelan que la realidad, por más que pataleemos y cerremos los ojos, jamás
podrá ser enjaulada por ninguna ideología.
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