Jenófanes nos legó una famosa cita: “Los
hombres imaginan a los dioses engendrados como ellos y revestidos de las mismas
formas. Si los toros y los leones supieran pintar, pintarían a los dioses como
toros y leones.” Es una lástima que ni los toros ni los leones pinten a sus
dioses. Lo importante de esta afirmación de Jenófanes es, a mi juicio, la
semejanza entre la concepción que los hombres tienen de sí mismos y la concepción
que tienen de Dios. Jenófanes entiende que los hombres imaginan a los dioses
con forma humana, y no le faltaba razón si pensamos el contexto griego pagano en que lo decía. Sin embargo, la diferencia respecto a la concepción
judeocristiana es clave: los hombres no imaginan a Dios con forma humana
(antropomorfismo de Dios), sino que conciben al hombre como semejante a Dios
(el hombre es deiforme). La cuestión que se suscita es: ¿es Dios el que se
parece al hombre o el hombre el que se parece a Dios? Aparte de esto, lo que me
interesa en esta entrada es que la concepción que tienen los hombres de los
dioses tiene implicaciones para la concepción que tienen de sí mismos. Hay, por
tanto, una correspondencia entre teología y antropología. Que sea una o la otra
la original y la copia es una interesante reflexión que dejo para otro momento.
Si Dios es uno y sólo uno, si es la
absoluta unidad sin distinción en su seno, entonces su característica principal
es el aislamiento. Si decimos que Dios es amor, entonces caben dos
posibilidades: 1) Dios es amor desde la eternidad; y 2) Dios es amor desde la
creación. Ricardo de san Víctor sostenía que para que haya amor es necesario
que haya una alteridad, es decir, que exista un ‘otro’ a quien amar. El amor
implica una suerte de pluralidad. En este sentido, si Dios es uno y sólo uno, entonces
el amor sólo es posible a partir de la creación, pues es cuando Dios crea algo
diferente de sí mismo y, por tanto, susceptible de ser amado. Sin embargo, si
aceptamos estas premisas, entonces debemos también aceptar que el amor no es
esencial en Dios, sino más bien temporal, o sea, accidental. Dios no siempre ha
sido amor, sino tan sólo a partir de la creación. Por otro lado, si Dios es
esencialmente amor, entonces debemos admitir la primera posibilidad, que Dios
es amor desde la eternidad. Si aceptamos que Dios es absolutamente uno y sólo
uno y que el amor es en Dios esencial y eterno, entonces la pregunta que nos
asalta es: ¿hacia dónde tiende el amor de Dios antes de la creación? Si hay uno
y solo uno y hay amor en esa unidad, entonces el amor esencial que sale desde
el uno se derrama sobre el mismo uno. En otras palabras, Dios se ama a sí
mismo. El Dios que es uno y sólo uno y que es amor, es un Dios aislado y amante
de sí mismo. Las características principales de este Dios son el aislamiento y
la filautía (o egoísmo). ¿Qué tipo de sociedad nos cabe esperar si hacemos al
hombre semejante a este Dios? Una sociedad en la que los hombres están aislados
unos de otros y en la que el amor recae en los individuos mismos. Es el mundo
individualista moderno, de individuos aislados que se aman a sí mismos, que
constituyen de por sí una unidad autosuficiente, que no necesitan de los demás,
que no son comunitarios por naturaleza.
Otro modo de entender la divinidad es
la del colectivo de dioses que podemos encontrar, por ejemplo, en el paganismo
griego. Los griegos creían en muchos dioses, como señalaba Jenófanes, que
tomados en conjunto forman una unidad, un colectivo que tiene su
correspondencia en el cosmos. Si hacemos a los hombres semejantes a estos
dioses, entonces parece que llegamos a una visión antropológica opuesta a la
anterior: los hombres no son individuos aislados unos de otros, sino que se
enmarcan en una comunidad. Sin embargo, a pesar de lo que decía Jenófanes
acerca del la forma humana de los dioses, los griegos no concebían a los dioses
como entidades personales, sino como ‘potencias’ (Vernant) funcionales al
conjunto que conforma la divinidad. El hombre, por tanto, sólo existe en el
colectivo, en la polis, y fuera de la polis deja de ser hombre. La polis está por
encima de los hombres tomados cada uno en sí mismos, pues éstos son
esencialmente funcionales al conjunto. La concepción griega de lo divino se corresponde
en la sociedad, la hace semejante a ella, convirtiéndola en un todo en la que
los hombres son partes funcionales y no personales, sino potenciales. Por decirlo
en términos modernos: no es una sociedad de sujetos, sino de objetos funcionales
al sistema. Un ejemplo es un tipo de ideología, que hoy está en boga, que
universaliza (despersonaliza) el amor, que entiende que los hijos son hijos de
todos y todos están ‘casados’ con todos. La relación amorosa, tanto la de
pareja como la de padres e hijos, está entonces despersonalizada, y el amor
queda dispersado y se hace abstracto, se dirige a todo el mundo en general y a
nadie en particular. Es un amor ‘panteístico’, de escaso vigor, que termina convirtiéndose
en amor centrado en el sí mismo. La filautía y, por tanto, un nuevo tipo de
individualismo, se oculta detrás de este colectivismo. No es de extrañar, por
ejemplo, que los dioses griegos fueran pasionales y viciosos, lo cual, según
Jenófanes, era absurdo. Tal era la concepción que los griegos tenían de los
dioses, que no podían entender que Dios pudiera amar a los hombres.
Individualismo feroz y colectivismo
terminan concibiendo una sociedad compuesta por individuos aislados, cuyos
lazos de unión ya no están personalizados, no tienen su origen en el amor sino
en la voluntad de placer de la razón instrumental. Ambas concepciones de la
sociedad tienen a la filautía (el amor de sí mismo) como motor de su desarrollo,
en lugar de la apertura al otro. Ambas, en fin, instrumentalizan a los hombres
y los conciben como individuos, y no como personas, y constituyen una sociedad que margina a la persona, una sociedad cuyos lazos son de interés individual y en la que no hay sitio para el amor.
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