domingo, 4 de mayo de 2014

El sentido, la naturaleza y la persona




Si bien nos han contado que es en el Renacimiento cuando el problema del hombre se hace central, no es menos cierto que durante la Alta Edad Media, en los debates cristológicos, se llevó a cabo un profundo análisis de la existencia humana. Estos desarrollos teológicos y filosóficos nos legan una amplia gama de categorías que nos pueden ser de gran utilidad para adentrarnos en el problema del sentido de la existencia humana, de cara a abarcar todos los ámbitos que intrínsecamente pertenecen al hombre. 

La distinción entre naturaleza (οὐσία) y persona (ὑπόστασις) es fundamental: la naturaleza es aquello que todos los humanos, por el mero hecho de serlo, llevamos en nuestro ser, mientras que la persona es la particularización o puesta en acto de esa naturaleza en cada una de las existencias. En otras palabras, la naturaleza es lo común y la persona es lo particular. Hay una armonía entre naturaleza y persona: ambas tienen sentido, y sus sentidos están estrechamente vinculados, pero son diferenciables. Llamémosles sentido natural y sentido personal o hipostático. Si hemos dicho que la naturaleza es lo común a todos los hombres, entonces el sentido natural es el mismo en todos y cada uno de los hombres. Podríamos definir el sentido natural como la vocación que todos tenemos a ser felices. Y esto tiene lugar por el concurso de dos elementos: 1) el amor, sentirse amados de manera definitiva y sin condiciones, y 2) la esperanza, que, fortificada por la fe, trae a la presencia los bienes eternos aunque éstos estén ausentes. Además, una de las propiedades de la naturaleza es poseer una voluntad vinculada a ella, llamada voluntad natural (θέλημα φυσικόν), que alude a la tendencia que todos los hombres tenemos a la autoconservación y al desarrollo y plenificación de todas las facultades y potencialidades naturales. No obstante, la mejor manera de definir el sentido natural es, a mi modo de ver, la vocación de felicidad que todos albergamos en nuestro ser. 

Además del natural, hay otro sentido, vinculado pero distinto, que es el sentido personal. Si el sentido natural aludía a la vocación de felicidad presente en todos los hombres de igual manera, el sentido personal alude al modo de ser feliz de cada persona particular. Dicho de otra manera, el modo personal de poner en acto el sentido natural. Todos están llamados a ser felices, pero cada uno lo es según su propio modo de existencia (τρόπος τῆς ὑπάρξεως). Para entenderlo sin más preámbulos: es lo que habitualmente llamamos “vocación”. 

Según Viktor Frankl, el sentido no puede darse, sino que debe descubrirse (digamos que está ya dado, está ahí), debe descubrirse, pero no puede inventarse y no sólo debe, sino que puede encontrarse. Y de esto concluimos que el sentido existe y podemos encontrarlo. Algunos, exacerbando su ansia de libertad, han denostado estas afirmaciones porque consideran que para salvaguardar la libertad humana, el sentido debe ser inventado, debe proceder de la profunda libertad creativa de cada hombre. El error de esta posición estriba en dos puntos: 1) considera que la libertad creativa es la única libertad verdadera, y 2) concibe como imposición todo cuanto no haya inventado el propio sujeto. En efecto, la libertad es un don tan complejo que no podemos reducirla a libertad de creación, sino que tiene múltiples aspectos. Y el sentido, aunque no haya sido inventado, no es ajeno a nuestra persona ni a nuestra naturaleza. A nadie he visto quejarse, salvo que muestre síntomas de algún tipo de neurosis o cierto masoquismo, de querer ser felices por naturaleza, sin que haya sido decidido previamente con libre albedrío. ¡Nos han impuesto en última instancia que seamos felices! ¡Qué barbaridad! Por otro lado, cada uno se siente impulsado interiormente hacia un tipo de actividad concreta distinta, o al menos siente rechazo por otras actividades. En materia de enseñanza, ya desde jovenzuelos, nos vemos obligados a decidir si entramos en el bachillerato de letras o en el de ciencias, y luego debemos decidir qué estudios universitarios elegimos; también desde pequeños, a un nivel aún más elemental, debemos elegir si queremos continuar con los estudios o preferimos iniciarnos en cualquier profesión que no requiera de una formación universitaria. En estos momentos no debemos inventar ni decidir independientemente de nuestra voluntad a qué dedicarnos, sino intentar descubrir nuestra vocación. Si nos entra pavor cada vez que se acerca la hora de la lección de matemáticas, entonces sería una decisión errónea dedicarnos a éstas, y si cuando estamos en vacaciones nos da por traducir textos del latín al español por puro placer, entonces ya tenemos pistas para descubrir nuestra vocación personal. Todos entendemos que en esto consiste la vocación, y a ninguna persona sana se le ocurre rebelarse contra esta vocación como si fuera una imposición dictatorial, pues no nos es ajena. Y sin embargo, está ahí, no nos la inventamos ni nos la dan los demás, y podemos descubrirla. Y siendo así, aún nos es posible rebelarnos contra ella, aunque esta posibilidad sea absurda, porque somos libres de elegir dar coces al cristal con el aguijón y dirigir nuestra disposición de ánimo contra natura, es decir, contra nuestra propia felicidad. 

Vocación es llamada, y la llamada es diálogo, con lo cual para que exista hace falta el concurso del que llama y el que es llamado. Dado que nosotros no inventamos ni damos el sentido a nuestra existencia personal, sino que debemos descubrirlo, este sentido debe haber sido dado ya desde el principio. Esto es, la existencia del sentido natural y del sentido personal implica necesariamente la existencia de Dios entendido como un creador trascendente y personal, con voluntad. Y el sentido natural sería así el propósito que tiene Dios para la humanidad, y el sentido personal la voluntad de Dios para con cada persona en concreto. Si es así, si la voluntad de Dios es que seamos felices y nos ha dado el modo de hacerlo y la libertad para encontrarlo y asumirlo… ¡qué Dios tan maravilloso!

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